En la sesión ordinaria del jueves 14 de julio, realizada de forma virtual, el académico de número Javier Roberto González leyó su comunicación titulada «El gaucho Martín Fierro ante dos tópicos: las armas y las letras, y la edad de oro. Reflexiones en el sesquicentenario de la Ida», en homenaje a la gran obra de literatura gauchesca escrita por José Hernández, en el año en el que se cumple un siglo y medio de la publicación de su primera parte: El gaucho Martín Fierro.
El artículo de Javier Roberto González se publica a continuación y también será difundido —como se hace con todas las comunicaciones de los académicos leídas en sesión ordinaria— en el Boletín de la Academia Argentina de Letras —publicación impresa periódica y órgano oficial de la Academia—, en el número que corresponderá al período de julio-diciembre de 2022.
«Llamamos tópico —o topos— a un lugar común del discurso, a aquel tema o motivo —o conjunto estructurado de estos— que se ha consagrado en la tradición como de empleo obligado o al menos frecuente en relación con determinado propósito, argumento o estrategia textual. El tópico es, por lo tanto, un material genérico, el elemento pronto y fácil de un repertorio siempre disponible y a la mano de convenciones discursivas universalmente familiares y aceptadas. Más allá de la connotación peyorativa que el marbete de tópico o lugar común pueda adquirir a veces, lo cierto es que su empleo no conlleva en absoluto mengua de talento poético u oratorio ni supone pereza intelectual alguna; como bien ha demostrado Pedro Salinas en un clásico estudio sobre la poesía de Jorge Manrique, todo gran escritor aúna en el tratamiento de los tópicos tradición y originalidad, pues no se trata de recoger del repertorio en forma mecánica los consabidos temas o motivos largamente explotados por la literatura previa, sino de traerlos a la situación actual para recrearlos mediante una forma, una motivación y una funcionalidad nuevas y plenamente personales. En su siempre lozano tratado sobre la literatura europea durante la Edad Media latina, Ernst Robert Curtius analiza la fortuna y pervivencia de algunos tópicos fundamentales como el de la falsa modestia, el viejo-niño o niño-viejo, el locus amoenus, los adýnata o impossibilia que maridan y compatibilizan seres u objetos antagónicos —el lobo y el cordero—, lo indecible o incontable, el sobrepujamiento, el país de cucaña o de jauja, el mundo al revés, el libro de la naturaleza, el tiempo huidizo, etc. De dos de los lugares comunes de más afortunada pervivencia y fecundidad en occidente hasta nuestros días pretendemos ocuparnos hoy, a partir de la recreación que de ellos hace José Hernández en el Martín Fierro: el de la edad de oro, y el de las armas y las letras.
La edad de oro es el equivalente clásico del paraíso terrenal judeocristiano, esto es, el mito de una historia que se inicia plena y perfecta y conforme avanza va empeorando y descarriándose mediante la adquisición y el ejercicio de males de gravedad cada vez mayor que se escalonan en edades sucesivas de decreciente felicidad. A primera vista, el mito áureo de la antigüedad es la perfecta antítesis del mito moderno del progreso indefinido, típico de los grandes relatos del iluminismo, el liberalismo, el cientificismo o el marxismo, para los cuales la humanidad no va de más a menos, sino de menos a más, hasta culminar en un profetizado Fin de la Historia en el cual ya no existirán carencias ni necesidades. Bien mirados, sin embargo, los dos mitos de apariencia contraria no son más que el reflejo de un único rostro en el espejo: la forma aparece invertida, pero es en sí la misma, pues se trata en ambos casos de sancionar una evidencia que el hombre ha experimentado desde siempre, y que el enorme Giacomo Leopardi acaso cantó y lloró mejor que nadie: que la felicidad no es jamás presente, que solo es posible postularla como radicada en un pasado áureo que se añora o en un futuro de progreso que se anhela, de donde nacen tanto la idealización que el adulto hace de la infancia cuanto la que el niño hace de la vida adulta. Para Hesíodo, a la inicial edad áurea, caracterizada por la vigencia de la justicia, la paz, la holganza y la satisfacción de todas las necesidades sin trabajo alguno, siguieron otras cuatro, de plata, de bronce, de semidioses o héroes, y de hierro; Ovidio, en la formulación más conocida del tópico, omite la edad de los héroes y conserva solo las cuatro referencias metálicas; también Virgilio y Horacio aluden a la felicísima edad dorada original como añorable o potencialmente recuperable. En el renacimiento, de la mano de la Arcadia de Iacopo Sannazaro, el mito de la edad de oro se mixturará con el del lugar deleitable o locus amoenus, y en un contexto neoplatónico de casi divinización de la naturaleza generará una fusión del ideal de felicidad original con el de la vida agreste propia de los pastores, fórmula que perdurará en el desarrollo de la novela pastoril española del siglo XVI y que, con las adaptaciones y metamorfosis de cada caso, subsistirá implícita o inadvertidamente en ideologías posteriores como la del mito roussoniano del buen salvaje o del hombre natural, la ponderación levistraussiana de la pensée sauvage, y cierto ecologismo extremo de hoy de abierta fe anticulturalista y antidesarrollista.
En cuanto a nuestro segundo tópico, el de las armas y las letras, es aún más viejo que el de la edad de oro, pues si este podemos rastrearlo hasta Hesíodo, aquel se remonta hasta Homero. El locus consiste en la postulación de las armas y las letras como opuestos no contradictorios sino complementarios, conforme a la visión totalizadora de la vida humana en cuanto unión y colaboración de lo activo y lo contemplativo, lo físico y lo espiritual, el hacer y el saber, la fuerza y la astucia, la voluntad y el entendimiento. En el canto noveno de la Ilíada, Fénix, el viejo maestro de Aquiles, le recuerda a su iracundo discípulo que su padre Peleo lo envió a la guerra con él para que le enseñara a «ser decidor de palabras y autor de hazañas», esto es, a brillar tanto en las asambleas como en las batallas. El ideal consiste en que ambas virtudes, la discursiva y la fáctica, cohabiten y se integren en un mismo sujeto, según predicará más tarde Virgilio de su Eneas, al decir de él que era pietate insignis et armis, insigne tanto en la piedad cuanto en las armas, entendida aquella como la virtud propia del saber religioso y de la espiritualidad; pero bien sabemos que a menudo los héroes de la épica resultan incapaces de armonizar equilibradamente las esferas del saber y del hacer, del hablar y del luchar, y se vuelcan más de un lado o del otro: Áyax y Aquiles serán a todas luces mejores hacedores que decidores, en tanto Néstor y Ulises serán más sabios o astutos que fuertes o diestros […]».
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