Las palabras que empleamos los argentinos suelen tener remotas etimologías latinas, porque la inmensa expansión del imperio romano —y la consecuente imposición del latín— alcanzó la península ibérica, de donde siglos después surgiría otro vasto imperio, el español, que conquistaría una extensísima parte de América, incluido el actual territorio argentino. Sin embargo, el habla de los argentinos —como la de España o la de cualquier nación hispanohablante— no se limita a voces provenientes del latín: el origen de su léxico es variado, pues se trata de un país receptor de múltiples inmigraciones e influencias culturales, además de contar con un rico aporte de las lenguas de los pueblos originarios de la región.
Para comunicarse y comprenderse, muchas veces los hablantes de una sociedad emplean durante siglos las mismas palabras para designar las mismas realidades. La mayoría de los argentinos llaman hoy al árbol de la misma manera que los castellanos del siglo XV. Por su parte, surgen nuevas realidades, que necesitan una palabra o frase que las identifique. Para ello, pueden crearse voces nuevas o puede recurrirse a voces que ya están en el vocabulario y que se les suma un nuevo sentido. Por ejemplo, la palabra teléfono aparece en las últimas décadas del siglo XIX para dar nombre al aparato de comunicación que se estaba inventando: nuevo objeto, nueva palabra. Sin embargo, la palabra celular, que nombrará a la versión móvil de aquel aparato, es un término que tiene siglos: nuevo objeto, vieja palabra. ¿Es posible que para denominar una realidad ya existente se cambie la palabra usualmente empleada? Sí. Tomemos de nuevo la palabra celular y recordemos cómo llamaba la mayoría de los argentinos a los primeros modelos de ese objeto: movicom.
Nos detendremos en este último caso, el de cambio de nombre de una realidad, e incorporaremos un nuevo actor en el proceso: la literatura.
Como hoy, hacia fines del siglo XIX en las ciudades argentinas mucha gente compraba el diario o tomaba un medio de transporte para ir de un punto a otro. Por lo tanto, los vendedores de periódicos y los carruajes de tracción a sangre eran figuras usuales en el paisaje urbano, con las correspondientes palabras para denominarlos. Dos obras literarias iban a intervenir en estas denominaciones.
En 1902, Florencio Sánchez, dramaturgo uruguayo, estrenó en Rosario un sainete cuyo protagonista es un chico humilde, vestido con pantalones que le quedan cortos y dejan ver parte de sus piernas delgadas, incluidas las canillas. Por eso lo apodan Canillita, palabra que también da título a la obra. ¿La ocupación de este chico? Vendedor callejero de diarios.
Veinte años después, en Buenos Aires, se estrenó otra obra de teatro, escrita por Armando Discépolo. Aquí el protagonista es don Miguel, un cochero que ha emigrado de Italia y que transporta clientes por las antiguas avenidas y calles porteñas. El título de la obra teatral es el nombre del animal que tracciona el carruaje, un caballo de quien su dueño habla con frecuencia: Mateo.
La influencia de estas obras determinaría que canillita y mateo pasaran a ser sustantivos comunes empleados por los hablantes para referirse a los vendedores de diarios y a los carruajes, respectivamente. Palabras que se trasladan de la ficción literaria, resignificadas, al mundo real.
El auge del transporte automotor —pesadilla de don Miguel— motivó una gran reducción del número de mateos que circulan en Buenos Aires: solo un puñado permanece activo hoy, realizando un trayecto limitado a paseo por unas pocas arterias de Palermo. Abundaban a finales del siglo XIX y comienzos del XX, con recorridos mucho más variados y amplios, cumpliendo sobre todo una función de transporte.
Los canillitas, en cambio, siguen abundando y se distribuyen por todo el país, porque el sentido amplio de la palabra abarca también a los vendedores instalados en sus puestos de periódicos y revistas. El uso extendido de la palabra queda también verificado en la denominación del día dedicado a estos trabajadores: el Día del Canillita, una de las pocas jornadas en que, con alguna excepción, no se imprimen diarios. La fecha elegida es el 7 de noviembre, aniversario del fallecimiento del padre literario de la voz canillita, Florencio Sánchez.
El tercer ejemplo de una palabra originada en la ficción literaria y aplicada a una realidad se diferencia de canillita y mateo en que su uso está casi exclusivamente restringido a un grupo de especialistas. Además, no designa una realidad existente en el momento (como ocurría en los dos ejemplos anteriores), sino que se trata de un caso particular: el hallazgo novedoso de una realidad antiquísima. En 2011, un equipo de paleontólogos argentinos dio a conocer su investigación sobre un pequeño mamífero prehistórico cuyos restos había hallado en Río Negro. En homenaje a Julio Cortázar, escritor admirado por ellos, denominaron al animal descubierto cronopio, como llamó Cortázar a ciertos extraños seres por él creados de comportamiento disparatado y entrañable.
Canillitas, mateos y hasta cronopios: personas, objetos y animales cuyos nombres emplearon autores literarios, ignorando que luego los hablantes los elegirían para designar esas realidades del presente y del pasado.