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El Bosque de La Plata nació con la ciudad. Su diseño ya estaba contemplado en la idea urbanística original, que buscaba, en el marco de una urbe moderna e integradora, conciliar al hombre con la naturaleza. Consecuentemente, la construcción de La Plata dio origen a una ciudad abierta, donde la luz, el aire y la forestación eran prioridades insoslayables. Prueba de ello son los grandes parques y las múltiples plazas y avenidas que oxigenan hoy, con su denso arbolado, la frenética vida ciudadana. En este sentido, el Bosque platense, llamado oficialmente Paseo del Bosque, constituye el mayor espacio verde de la ciudad. Está situado entre las calles 50 y 60 y las avenidas 1 y 122, y abarca un área equivalente a poco más de 60 hectáreas, que albergan alrededor de cien variedades de árboles, entre los cuales sobresalen álamos, ombúes, robles, sauces y eucaliptos. Pero el Bosque no es sólo un lugar de esparcimiento, propicio para desarrollar actividades físicas; también incluye un circuito cultural y científico. En él se hallan la gruta, el lago, el Teatro del Lago, el Bioparque (antiguo Jardín Zoológico), el Jardín Botánico, el Museo de Ciencias Naturales (uno de los más importantes del mundo), el Observatorio Astronómico (sede de la Facultad de Ciencias Astronómicas y Geofísicas), el Planetario, la Casa Ecológica, el Jardín de la Paz, la Facultad de Odontología, el Club Hípico y los estadios de fútbol de Estudiantes y Gimnasia.
De modo que La Plata no puede ser pensada sin el Bosque. Así lo entendió Rafael Alberto Arrieta [fallecido académico de número de la AAL], poeta, escritor y crítico literario, al titular uno de sus libros La ciudad del Bosque, cuyo capítulo inicial alude al futuro parque urbano como sigue: «Era un monte de estancia bonaerense, dueño de su libertad silvestre, sólo sujeto a la servidumbre de algunos hombres que vivían a su sombra compacta... Un día, ruidos insólitos que llegaban de cerca conmovieron su placidez. Los espíritus forestales, intérpretes de los misterios telúricos, reconocieron que aquellos ruidos no provenían de ninguna fuerza natural... La comunidad vegetal perdió el sosiego. Interrogóse al viento. Y el viento fue contando, día tras día, cuanto lograba ver y oír en la colina eclógica, desventrada por el invasor… La ciudad naciente exigía su incorporación. Iba a perder, sin duda, muchos troncos… Pero ese tributo se compensaba con el honor de convertirse en parque de la ciudad maravillosa».
[…] A propósito de Speroni, su busto y el contexto físico en que se hallaba —una zona recóndita y oscura al llegar la noche— sirvieron de estímulo a Horacio Castillo [fallecido académico de número de la AAL] para escribir «Epigrama», poema en el que «Eustacio» –el sujeto lírico– encarna, en buena medida, el alter ego del autor. Al adoptar la voz de este personaje ficticio, Castillo objetiva el discurso poético, otorgándole un sentido figurado al mismo, recurso ampliamente empleado en su poesía: «Yo, Eustacio, poeta de una ciudad de provincia,/ nací, viví y morí como todos los hombres,/ según ha sido escrito en este monumento/ junto al cual te has detenido a orinar». Más adelante, los versos se abocan a exponer la índole del poeta provinciano, que, siendo docto y habiendo alcanzado la «aurea mediocritas» (la dorada medianía horaciana), ha renunciado a un desafío mayor: «Si sabes leer, lee, pero no esperes nada extraordinario,/ pues rehusé el destino de los grandes, no tanto/ por falta de valor o espíritu de aventura/ sino por una innata inclinación a la molicie/ y ese malsano escepticismo propio del docto./ Porque fui docto, y si algo aprendí —más/ de la vida que de los libros— fue a temer/ lo inesperado y evitar, hasta donde es posible,/ el mal que acecha al ambicioso». No es casual que el poeta sea provinciano: esta condición y cierta resignación que la acompaña son tenidas, a menudo, como obstáculo para el reconocimiento. Al final, el poema subraya: «Sólo me precio de haber escrito algunos versos,/ por los cuales mis conciudadanos me consagraron/ este lugar apartado, cerca de una gruta/ donde los muchachos vienen subrepticiamente a amar/ y arrancan de tanto en tanto una letra de mi nombre». Para quienes conocen la nocturnidad del Bosque, la mención de la gruta, de los jóvenes entregados a su juego amoroso y de aquél que frena su marcha para orinar el monumento, hacen fácilmente identificable el escenario real. El último verso apuntado, incluso, rememora un hecho concreto: en una oportunidad, alguien le arrancó al pedestal que sostiene el busto de Speroni las letras «S» e «i», dejando solamente «peron», en obvia referencia a Perón.
Por otra parte, no debe haber platense que no haya visitado alguna vez el Bosque. Tampoco debe haber padres que, viviendo en La Plata, no hayan llevado a sus hijos a pasear en sulky o dar una vuelta en calesita, dos pasatiempos que hasta el siglo XX ofrecía el paseo. ¿Y qué chico de la ciudad no fue a pescar al lago, una tarde soleada y apacible? Entonces, poco importaba que el espejo de agua no tuviera mucha profundidad ni albergara en el fondo peces prodigiosos; lo primordial para el pequeño pescador era la ceremonia de la pesca, la espera ilusionada, la aventura de imponerse a un mar que sólo existía en la imaginería infantil. Es probable que Rafael Felipe Oteriño [presidente de la AAL], platense de nacimiento, no haya sido ajeno a ese rito; por lo menos, su poesía sabe pescar en aguas de la memoria, como lo hace en «El Bosque de La Plata», poema incluido en su segundo libro: «El Bosque espera como una invitación,/ esperan los árboles que caen en las tormentas/ y los insectos que desde la cama imaginamos pulular, deslizarse./ El lago se abre a los pies y se agita sólo en lo profundo:/ la superficie miente, abajo yacen peces sin párpados/ que mueven sus aletas sin cesar,/ que abren y cierran sus bocas sin cesar». Oteriño dejó su ciudad natal en plena juventud, pero, como sugieren los versos anteriores, vuelve espiritualmente a ella en busca del tiempo ido, de lo que abandonó y sigue añorando a la distancia. Las estrofas siguientes lo confirman: «Hay rostros que duermen por un lujo de la estirpe/ y que un día parecen despertar y sonreír y querer hablar./ Tenemos que llegar al bosque para hallarlos/ y comprender que ahora seguimos nosotros,/ que ahí quedan ellos.// Hay palabras que debieron ser dichas hace muchos años,/ demasiados años como para ser pronunciadas ahora». En definitiva, la ausencia y el tiempo lo arrebatan todo, según el poema, y, ante lo irreparable, los versos finales aseguran: «Es el laberinto de la especie/ que mide, borra, elabora, analiza, combina, separa,/ y que es atroz si no sabemos contenerlo:/ si cruzamos bosques poblados de sombras/ o miramos con terror lagos desde donde ascienden/ fantasmas adorados».
En otro poema titulado «Esa ciudad», el mismo Oteriño vuelve a posar la mirada sobre el Bosque: «Nada de lo habitual permanece en pie:/ los tranvías giran veloces,/ se enturbia el agua de los jardines,/ un velo de ceniza se extiende sobre las plazas,/ cubriendo el lago, los botes y los remos;/ el verde del bosque desaparece.// Arrebatados por una nube,/ quedan más solos los animales del zoológico;/ se ausentan, de pie, las estatuas,/ mientras un viento repentino dispersa los colores…». Aunque más acotadas que las precedentes, las alusiones al Bosque son varias en la poesía de Oteriño, como si el autor hubiera hallado en la palabra poética la forma de seguir habitando los sitios que lo cobijaron. La cita de Giorgio Agamben que abre su libro Ciudad platónica, dedicado a La Plata, lo dice explícitamente: «No se trata de encontrar el paraíso perdido, sino de notar que nunca nos hemos alejado de él» […].
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