DISCURSO DEL ACADÉMICO ALBERTO MANGUEL

ELOGIO DEL DICCIONARIO

Señoras, señores,

El sillón que desde ahora desvergonzadamente ocuparé gracias a la generosidad de ustedes, lleva el nombre del primer naturalista de nuestro país, el doctor Francisco Javier Muñiz. El doctor Muñiz fue el descubridor del fósil de un gliptodonte como el que, cuenta la leyenda, fue hallado en el terreno sobre el cual se eleva la actual Biblioteca Nacional y donde hoy trabajo. Este dato paleontológico que asocio a mi propia biografía (la Biblioteca, no el gliptodonte) me fue dado por la Gran Enciclopedia Argentina de Abad Santillán, generoso diccionario que también me reveló detalles biográficos de algunos de los otros académicos que ocuparon este sillón, detalles que tienen diminutos puntos de contacto conmigo. El ingeniero Ángel Gallardo asistió (como yo) al Colegio Nacional de Buenos Aires; el premio Nobel Bernardo Houssay descubrió el rol que jugaba la hormona segregada por la glándula pituitaria en trastornos diabéticos (de los cuales padezco); Eduardo González Lanuza fue uno de los precursores del ultraísmo (movimiento a través del cual inicié mis lecturas de la poesía argentina del siglo veinte); Horacio Armani trabajó en el suplemento literario de La Nación (donde yo me desempeñé como periodista a principios de los años setenta.) Los diccionarios lo saben todo.

Una de las secciones favoritas de mi biblioteca (que ahora se encuentra en un depósito lejano a la espera de su anhelada resurrección) era la que albergaba mis diccionarios. Para mi generación (yo nací en la primera mitad del siglo pasado), los diccionarios tenían importancia. Nuestros mayores daban valor a la Biblia, a la interminable saga de Mazo de la Roche, al libro de recetas de doña Petrona, a la Historia universal de César Cantú. Quizás para las generaciones de este tercer milenio esos objetos vallorados no serán siquiera un libro, sino un nostálgico Gameboy o un iPhone. Pero para muchos lectores de mi edad, el Sopena, el Petit Robert, el diccionario Appelton inglés-castellano, eran los nombres de los ángeles de la guarda de nuestras bibliotecas. Entre los míos, el más frecuentado era el Pequeño Larousse Ilustrado, con su rosado estrato de frases extranjeras que separaban las palabras comunes de los nombres propios.

 

         Para aquellos a quienes nos gustaba leer, el diccionario era un talismán de poderes misteriosos. En primer lugar, porque nuestros mayores nos habían dicho que en ese volumen gordito se encontraba la inconmensurable riqueza nuestro idioma; que entre sus cubiertas estaban todas las palabras que nombraban todo lo que conocíamos, así como también todo lo que aún nos quedaba por descubrir; que el diccionario era custodio del pasado (de esas palabras que usaban nuestros abuelos) y del futuro (de esas palabras que nombraban aquello que algún día quizás íbamos a querer decir). En segundo lugar, porque el diccionario, como una Sibila bondadosa, respondía a todas nuestras dudas ortográficas (a pesar de que, como se queja la profesora de Hellen Keller en El milagro de Ana Sullivan, «¿para qué sirve un diccionario si hay que saber cómo se deletrea una palabra antes de buscar cómo se deletrea?»).

         En la escuela, nos enseñaban a ser curiosos. Cada vez que le preguntábamos a un profesor el significado de alguna palabra, nos contestaba «¡búsquenlo en el diccionario!». No lo considerábamos un castigo, al contrario: con esta orden nos daba la fórmula para entrar en una caverna de Alí Babá en la que se atesoraban incontables palabras, cada una de las cuales podía llevarnos a muchas más por caprichos del azar. Buscábamos, por ejemplo, “tongorí” después de leer El Matadero de Echeverría, donde los matarifes acusan a una vieja de intentar robarse pedazos de carne: “¡Se lleva la riñonada y el tongorí!” gritan los muchachones. Y descubríamos no solo que “tongorí” es un trozo de entraña o carne dura, sino que en partes de África se llama “tongorí” o “tongerret” a la cigarra comestible. Cuando años después me encontré, Dios sabe cómo, en el Sahara argelino y me sirvieron un plato de bichos fritos, pude rechazarlo con aire de sabelotodo, diciendo a mis anfitriones: “Lo siento, soy alérgico al tongorí.” Mi diccionario, precavido, me concedió la palabra para nombrar la nueva experiencia.

Aby Warburg, gran lector de diccionarios, definió para todos nosotros lo que él llamó “la ley del buen vecino”. Según Warburg, el libro que buscamos no es, en muchos casos, el que necesitamos: la información requerida se encuentra en el solapado vecino del mismo estante. Lo mismo puede decirse de las palabras de un diccionario. En la era electrónica, me da la impresión que los diccionarios virtuales ofrecen menos oportunidades de esos felices azares que tanto enorgullecían al gran lexicógrafo Émile Littré. «Muchas veces –confesó Littré en su autobiografía—mientras buscaba una determinada palabra, me sucedía que la definición me interesaba tanto que pasaba a la siguiente, y luego a la siguiente, como si tuviese en las manos una novela cualquiera.»

         Es probable que nadie sospechara estas propiedades mágicas aquella tarde calurosa de hace casi tres mil años cuando, en algún lugar de la Mesopotamia, un inspirado y anónimo antepasado grabó en una tablilla de barro una breve lista de palabras en acadio con su significado, creando así lo que podemos considerar uno de los primeros diccionarios del mundo. Para encontrar un diccionario algo similar a los actuales, tenemos que esperar hasta el siglo I, cuando Pánfilo de Alejandría compiló el primer léxico griego colocando las palabras en orden alfabético. ¿Acaso intuía Pánfilo que entre sus descendientes habría enjambres de ilustres lexicógrafos que se ocuparían de ordenar las palabras en idiomas que en aquel entonces aún no se vislumbraban?

         Sebastián de Covarrubias en España, Émile Littré en Francia, el doctor Johnson en Inglaterra, Noah Webster en los Estados Unidos… Sus nombres se volvieron sinónimos de sus eruditas creaciones. Hoy hablamos de usar un Langenscheidt o un Collins, o de consultar un «calepin», epónimo de aquel ambicioso italiano, Ambrogio Calepino, quien, en 1502, compiló un gigantesco diccionario multilingüe digno del milagro de la Epifanía. Recuerdo que en una ocasión, en casa de un amigo canadiense, discutimos si la palabra “névé” (que aparece en una novela de Erckmann-Chatrian con el significado de “un amontonamiento de nieve dura”) provenía del Quebec. Mi amigo llamó a su esposa y le dijo: «¡Querida, traé a Béslisle a la mesa!», como si estuviera invitando al propio Louis-Alexandre Béslisle, autor del Dictionnaire général de la langue française au Canada, a cenar con nosotros. Creo que esta familiaridad nos dice algo importante sobre la relación de un lector con sus diccionarios.

         Los creadores de diccionarios son criaturas asombrosas cuyo deleite, por encima de toda otra cosa, se halla en las palabras mismas. A pesar de que el doctor Johnson definió a un lexicógrafo como «un inofensivo laburador», los autores de diccionarios son notoriamente apasionados y hacen caso omiso de las convenciones sociales cuando se encuentran abocados a su noble tarea. Pensemos en James Murray, el ideólogo del gran Oxford English Dictionary, quien durante muchos años recibió miles de ejemplos textuales de la primera aparición de ciertas palabras, ejemplos enviados por un cirujano estadounidense con residencia en Inglaterra y a quien Murray jamás conoció, hasta que por fin descubrió, con espléndida indiferencia, que su colaborador, además de ser un investigador de talento, era un asesino psicótico cuyo domicilio era el manicomio de Broadmoor. Pensemos en Thomas Cooper, el erudito del siglo XVI que compiló durante muchos años un importante diccionario latín-inglés. Cuando iba por la mitad de la obra, su esposa, irritada porque él se quedaba trabajando hasta tarde, entró en su estudio, robó sus apuntes y los arrojó al fuego. “A pesar de ello –nos cuenta el historiador John Aubrey—, aquel buen hombre sentía tal fervor por la investigación filológica, que volvió a emprender su trabajo desde el comienzo, y siguió hasta alcanzar con él la perfección...  Como recompensa," concluye Aubrey con admiración, "fue nombrado obispo de Winton”. Pensemos en Noah Webster, a quien su esposa atrapó en brazos de la criada. “Doctor Webster –exclamó—, ¡estoy sorprendida!” “No, señora –la corrigió él—. Yo soy el sorprendido. Usted está asombrada”.

         Los lectores de diccionarios profesan pasiones similares. Flaubert, gran lector de diccionarios, señaló irónicamente en su Diccionario de lugares comunes: “Diccionario: decir: “Sólo sirve a los ignorantes”.” Mientras escribía Cien años de soledad, García Márquez empezaba cada día leyendo el Diccionario de la Real Academia Española, “cada una de cuyas nuevas ediciones –dijo famosamente Paul Groussac—fait regretter la précédente.” Ralph Waldo Emerson leía el diccionario por el placer literario que le ocasionaba. “No hay hipocresía en un diccionario –decía—, ni exceso de explicaciones, y está lleno de sugerencias, de materia prima para futuros poemas y relatos”. Vladimir Nabokov encontró en Cambridge un ejemplar del Diccionario de acepciones de la lengua rusa viva de Vladímir Dal en cuatro tomos y decidió leer diez páginas por día, puesto que confesaba que, lejos de su patria, “el miedo de perder o corromper, a través de la influencia extranjera, la única cosa que había rescatado de Rusia, su idioma, se volvió una obsesión”.

         En el mundo del alfabeto, la secuencia convencional de letras constituye el esqueleto de un diccionario. El orden alfabético posee una exquisita sencillez que evita las jerarquías implícitas en la mayoría de los otros métodos. Las cosas enumeradas bajo la A no son ni más ni menos importantes que las enumeradas bajo la Z, salvo que, en una biblioteca, la disposición geográfica hace que en algunas ocasiones los libros A del estante superior y los libros Z del estante inferior reciban menos atenciones que sus hermanos en las secciones intermedias. Jean Cocteau juzgó que un solo diccionario bastaba para contener una biblioteca universal, puesto que “cada obra maestra no es más que un diccionario en desorden”. Es cierto: en un desconcertante juego de espejos, todas las palabras utilizadas para definir una cierta palabra en un diccionario cualquuiera deben, ellas mismas, estar definidas en ese mismo diccionario. Si somos, como lo creo, la lengua que hablamos, los diccionarios son nuestras biografías. Todo lo que conocemos, todo lo que soñamos, todo lo que tememos o deseamos, cada logro, cada pasión, cada mezquindad, están en un diccionario.

         El término diccionario se ha confundido con el de enciclopediay ahora se refiere no sólo a inventarios de palabras sino a repertorios temáticos de todo lo que existe en el universo, incluyendo el universo mismo. En mi biblioteca hay diccionarios de cocina, de cine, de psicoanálisis, de literatura alemana, de astrofísica, de herejías, de colores, de urbanidad, de surrealismo, del Islam, de ópera, de proverbios, del Talmud, de aves del norte de Europa, de especias, del Quijote, de términos de encuadernación, del lunfardo, de nubes, de mitología griega y romana, de expresiones quebequenses, de arte africano, de dificultades en francés, de santos y de demonios. Creo que hasta hay un Diccionario o Guía de lugares imaginarios. Pero en su forma más fiel, primordial y arquetípica, un diccionario es un elenco de palabras.

         Debido a este simple hecho, a que un diccionario es, ante todo, una compilación de las piezas fundamentales de un determinado idioma, su identidad principal no depende de su presentación. Sus más antiguas encarnaciones (el léxico de Pánfilo, por ejemplo) no son esencialmente diferentes de la manera en que aparecen en las páginas y pantallas de hoy. Ya sea bajo la forma de un rollo (como en el caso de Pánfilo) o de un imponente grupo de códices (como en el Oxford English Dictionary), o conjurado en ventanas electrónicas (como cualquier diccionario virtual), aquello que el soporte escogido otorga al diccionario son las características, privilegios y limitaciones de su determinada forma. En sí mismo, un diccionario es como una cinta de Moebius, un objeto autodefinido con una sola superficie, que recopila y explica, sin pretender a una tercera dimensión narrativa. Sólo cuando se lo asocia con un contenedor específico, el diccionario se convierte en una secuencia de definiciones, o en una enumeración de signos convencionales, o en la multifacética historia de nuestro idioma, o en un depósito casi ilimitado de fragmentos de un idioma. Son los lectores quienes, al preferir una forma a otra, al escoger un códice impreso o un texto virtual, reconocen en un diccionario alguna de sus múltiples encarnaciones: como antología, como catálogo jerárquico, como una colección de vocablos, como memoria paralela, como herramienta de escritura y de lectura. Un diccionario es todas esas cosas, pero no todas al mismo tiempo.

         Si los libros son registros de nuestras experiencias y las bibliotecas depósitos de nuestra memoria, los diccionarios son un talismán contra el olvido. No son un homenaje conmemorativo al lenguaje que hablamos, que hedería a tumba, ni un tesoro, que implicaría algo oculto e inaccesible. Un diccionario, con su intención de registrar y definir es, en sí mismo, una paradoja: por un lado, acumula aquello que la sociedad crea para su propio consumo con la esperanza de alcanzar una comprensión compartida del mundo; por el otro, hace circular lo que contiene, para que las palabras viejas no mueran en la página y las nuevas no queden marginadas en los suburbios del idioma. La coletilla latina, «verba volant, scripta manent» tiene dos significados. Uno es que las palabras que pronunciamos en voz alta tienen el poder de alzar vuelo, mientras que las que están escritas permanecen incólumes en la página; el otro es que las palabras pronunciadas se desvanecen en el aire, mientras que las escritas adquieren nueva vida cuando un lector las invoca. En un sentido práctico, los diccionarios recopilan nuestras palabras tanto para preservarlas como para devolvérnoslas, para permitirnos ver qué nombres hemos dado a nuestra experiencia en el correr del tiempo y también para descartar algunos de esos nombres e incluir otros nuevos, en un continuo ritual de bautismo. En este sentido, los diccionarios sirven de consuelo: confirman y fortalecen el alma de un idioma.

En las vísperas de la dictadura militar María Elena Walsh escribió una canción que decía así:

         “Tantas cosas ya se han ido
Al reino del olvido.
Pero tu quedas siempre a mi lado,
Pequeño Larousse Ilustrado.”

Alberto Manguel